Son los funerales, castos y sonrosados, de Isadora Duncan. La pira griega recibe alegremente un leño antiguo, familiar por la estatura, rico en esencias combustibles. Son los funerales, castos y dionisíacos, de Isadora Duncan.
Al resplandor del fuego en que ahora esta ardiendo el cuerpo, humano y regular, de Isadora Duncan, vemos con nuestros ojos, humanos, regulares, que es carne y nada más cuanto ha sido la bailarina de los pies desnudos. Ni figura de los vascos griegos ni estatua de Tanagra. Ni velos ligeros no arabescos. Tampoco bajorrelieve antiguo ni la musa que juega a los huesecillos, obre los arenales de Salamina. La bailarina de los pies desnudos fue sólo carne viva, acto caminante y orgánico del universo. ¿A qué más sino a carne puede aspirar el ritmo universal? La más dinámica estatua del friso más perfecto, no vale en euritmía una corriente de sangre que riega la segunda cabeza de un monstruo de carne y hueso. Y en Isadora Duncan fue la carne más carne, el hueso más hueso, el dolor más dolor, la alegría más alegre, la célula más dramática: todo para violentar la inquietud del ser humano y para hacer la vorágine vita más dionisiaca.
Estos dos párrafos de Divoire y Levison sintetizan lo que ha sido Isadora Duncan: la creadora de la danza moderna y la mujer drámatica por excelencia. Norteamericana de San Francisco, penetró en el espíritu dionisíaco de la danza pagana, bailando al pie del mismo Acrópolis. Al presentarse, por primera vez, en París, en 1903, predicó toda su estética en estas breves palabras: "Lo que es contrario a la naturaleza no es bello". Su aparición en el Theatre Sarah Bernhardt revolucionó la plástica y el movimiento académico. Casó con Mr. Singer, el célebre fabricante de máquinas de coser. Atacó, en la persona de las bailarinas de corset a todo lo que es artifício elaborado. Dirigió a Maeterlinck una carta, invitándola eabrupto a crear con ella un hijo, que tuviese el genio de sus dos procreadores. Bailó por primera vez lo que antes se creyó que no era bailable: las sonías de Beethoven, de Brahms y Chopin y los lieder de Wagner. (Yo la ví en su último recital del Teatro Mogador, en julio de este año, bailar -con ya moribundo brillo- la Sinfonía Inacabada de Schubert y Tannhauser). Luego viajó por Viena, Berlín, Budapest, Moscú, donde se casó con Sergio Essenin, el poeta comunista, que después suicidóse en 1925. Todos sus hijos perecieron ahogados en el Sena. Murió ahorcada por un velo, recorriendo en automóvil y a ciento veinte caballos de fuerza, la luminosa Costa Azul, una tarde de estío de 1927. Su cuerpo, envuelto en una túnica violeta, fue quemado en el Columbarium de París, entre lises, rosas y margaritas y a los sones de un coro de canéforas. Biografía, como se ve, digna de una tragedia de Esquilo.
Isadora Duncan acaba, de este modo, en un poco de humo lígero y otro poco de ceniza. Pero la tierra retiene para siempre el latido de sus pies desnudos, que ritman el latido de su corazón.
Texto sacado de César Vallejo "Las novias de Paris" Ediciones de La Idea. Madrid. 1987.
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