La celebración de banquetes fúnebres ha sido una práctica habitual en la mayoría de los pueblos hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965), tal como relata J. M. Satrústegui: "En un pueblo de Sakana (Navarra) los familiares de un agonizante habían sacrificado la res para el banquete del dia del funeral y dieron al enfermo una tacita de caldo de carne. El abuelo supuestamente moribundo se vio reconfortado y exclamó: Con un caldo así, no tengo por qué morir. A lo que el nieto le espetó: Pues sí nos haría usted buena faena, ahora que estaba matada la oveja para su funeral"
Moncho Goicoechea escribió en 1957: "... se organizaban unos banquetes en los que la bebida y la comida corren en tal abundancia que ponen a los entristecidos comensales al borde de la congestión"